
2020-2022 ¿El Gran Reinicio de la Realidad? La Extraña Convergencia del COVID, los ‘Cielomotos’ y Fenómenos que Desaparecieron sin Explicación
Un análisis crítico sobre cómo la pandemia, los sonidos apocalípticos en el cielo y los eventos anómalos que capturaron la atención global se esfumaron tan rápido como llegaron. ¿Coincidencia, experimento fallido o algo más?
Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que todo lo que dábamos por sentado pareció resquebrajarse. Entre 2020 y 2022, el planeta entero pareció ingresar en un estado alterado de la realidad, como si algo —o alguien— hubiese apretado un botón y, de golpe, todo lo conocido se pusiera en pausa. La pandemia del COVID-19 fue el eje visible, el fenómeno tangible, pero fue solo la superficie. Detrás del virus, detrás del miedo y las mascarillas, se abrió un telón de anomalías colectivas que no tuvieron explicación clara. Sonidos celestiales sin fuente aparente, luces que cruzaban los cielos sin lógica física, sueños compartidos, ansiedad colectiva, teorías de simulación y un extraño pero acelerado desarrollo de tecnologías que antes parecían lejanas. Como si el planeta, o el sistema en que vivimos, estuviese atravesando una actualización, un reinicio forzado. Luego, todo desapareció tan rápido como vino.
El virus llegó como si hubiera estado esperando su entrada al escenario. No hubo aviso previo real, más allá de reportes vagos en China que pasaron de “una gripe rara” a un estado de emergencia global en menos de un mes. En cuestión de semanas, casi todos los países del planeta estaban siguiendo el mismo protocolo: confinamiento, mascarillas, cifras de muertos actualizadas en tiempo real, miedo colectivo. Fue una coreografía global que dejó a muchos preguntándose si aquello no parecía demasiado coordinado para ser espontáneo. Lo que antes tomaba años —como el desarrollo de vacunas— ocurrió en meses. Lo que antes requería complejos acuerdos diplomáticos —como cerrar fronteras o adoptar políticas idénticas— se implementó casi al unísono. No faltaron quienes señalaron que todo parecía seguir un libreto, uno que ya estaba escrito antes de que supiéramos siquiera qué era un coronavirus.
Pero mientras el virus atrapaba la atención del planeta, algo comenzó a ocurrir en los cielos. Fue primero en redes sociales, luego en noticieros locales, y finalmente en testimonios de personas comunes: sonidos que no venían de ninguna parte. Trompetas metálicas, retumbos lejanos, zumbidos como si una ciudad entera vibrara desde el subsuelo. Bogotá, Londres, Nueva York, México, Jerusalén… los reportes se multiplicaban. El fenómeno fue bautizado informalmente como “cielomotos”. Las explicaciones oficiales fueron tan vagas como infantiles… fricción atmosférica, relámpagos sin tormenta, movimientos de placas tectónicas que “no causan sismos pero sí ruido”. Nadie pareció estar realmente investigando; parecía más bien que querían que nos acostumbráramos a no entender. Como si admitir el misterio fuese más peligroso que negarlo.
Y no fue solo el sonido. También aparecieron luces que se movían a velocidades imposibles, formando patrones sin sentido sobre las ciudades. En algunos casos, cambiaban de dirección con una brusquedad que desafiaba cualquier principio aeronáutico. Los videos existieron, se compartieron y luego, como todo en ese período, se perdieron en el algoritmo. Las explicaciones, de nuevo, fueron insultantemente simples: satélites, drones, ejercicios militares. ¿Pero cuántos drones vuelan en espiral sobre el desierto del Sinaí o en zonas rurales de Bolivia a las tres de la madrugada? Lo más desconcertante era el patrón, sucedían en todas partes, al mismo tiempo, como si el mundo estuviera siendo observado desde fuera… o desde dentro de algo más.
Justo cuando todo parecía estar acelerándose hacia una especie de punto crítico, ocurrió lo más desconcertante de todo, el silencio. Después de 2022, el COVID perdió protagonismo y se volvió apenas una mención en el parte médico. Las vacunas, que eran el tema del día, dejaron de importar. Los cielomotos ya no aparecían en TikTok o en Reddit. Nadie hablaba de luces. Nadie preguntaba. Los medios cambiaron de tema sin cerrar el anterior. Las explicaciones quedaron a medio camino, flotando como respuestas abandonadas que nadie quiso seguir discutiendo. Era como si el mundo hubiera pasado por un túnel de anomalía —una falla en la matriz— y luego, al salir del otro lado, nos hubieran hecho olvidar que alguna vez estuvimos ahí.
Sin embargo, algo quedó. Una especie de resaca existencial. Muchos aún sienten que el mundo de antes de 2020 ya no volvió. Que algo esencial cambió en la conciencia colectiva, aunque no sepamos ponerle nombre. Tal vez fue un experimento que se les salió de las manos. Tal vez fue un error de simulación. O tal vez vimos algo que no debíamos ver, y alguien, o algo, se encargó de restaurar el sistema. Esto no es una teoría de conspiración. Es una constatación incómoda. Vivimos algo extraordinario. Nos lo quitaron sin avisar. Y ahora, estamos solos con la duda. ¿Qué fue todo eso? ¿Qué putas fue lo que pasó esos dos años?
2020-2022 Los años en que la realidad parpadeó (y nadie quiere hablar de ello)
El mundo lleva años fingiendo que aquel periodo fue solo un mal sueño. Como si una mano invisible hubiera apretado el botón de reset y todos hubiéramos aceptado, sin preguntas, volver al guión previo. Pero las grietas siguen ahí y cada vez más voces se atreven a señalar lo obvio, que algo ocurrió durante esos dos años que desafió todo lo que creíamos saber sobre la realidad.
No hablamos solo de virus y confinamientos. Hablamos de una acumulación tan atípica de sucesos que, de no haber estado tan ocupados sobreviviendo, muchos habrían notado que parecían parte de una narrativa cuidadosamente orquestada, o tal vez de un fallo técnico en la matriz que habitamos. Porque mientras las teorías oficiales intentaban sostenerse con hilos, en las sombras surgían ideas tan inquietantes como imposibles de ignorar.
Una de las más perturbadoras proviene de un adolescente de 17 años que, desde un foro marginal, lanzó una teoría que se viralizó silenciosamente: “Estamos muertos desde 2020”. Según él, el Gran Colisionador de Hadrones del CERN abrió un portal, una brecha entre realidades, el 21 de diciembre de ese año y lo que percibimos como vida desde entonces es solo una derivación simulada. Una réplica de la existencia que quedó corrompida, atrapada en un loop imperfecto, llena de errores y desconexiones. El chico desapareció de la red poco después. Algunos dicen que fue un montaje. Otros, que dijo demasiado.
Y no fue el único. En Reddit, TikTok, foros ocultos de Telegram y hasta en círculos académicos alternativos, empezaron a proliferar variaciones de una misma idea: 2020 no fue un año más, sino un punto de inflexión. El “glitch” definitivo. Algunos lo comparan con 2001, cuando el atentado a las Torres Gemelas rompió el contrato de confianza entre la ciudadanía y las narrativas oficiales. Pero lo de 2020 fue distinto. Fue estructural. Ontológico. No se trató solo de política o guerra: se trató de lo real mismo.
La física cuántica ya nos había advertido: lo que percibimos como realidad es una construcción, una ilusión mediada por la conciencia. Pero durante esos dos años, fue como si la construcción se tambaleara. Las reglas cambiaron. El tiempo se volvió líquido, los días idénticos, los relojes inútiles. La inteligencia artificial avanzó una década en cuestión de meses. El lenguaje cambió, las emociones se amortiguaron, y una nueva generación comenzó a hablar con naturalidad de mundos paralelos, NPCs, Mandela Effects y realidades simuladas. Como si, de pronto, todos intuyeran que algo andaba mal, aunque nadie supiera bien qué.
Pero parece que la urgencia de volver a la normalidad venció. Los gobiernos, los medios, los algoritmos, todo el aparato de lo cotidiano comenzó a empujar en la misma dirección… olvídenlo, Pasen la página. Pero, ¿cómo se olvida que el cielo sonó como una alerta divina? ¿Cómo se normaliza que millones de personas reportaran sensaciones de duplicidad, déjà vu persistentes, distorsiones en la percepción del tiempo?
Podemos reírnos de estas teorías si queremos. Podemos llamarlas conspiranoia, delirio colectivo, trauma pospandémico. Pero negar su existencia solo refuerza lo más inquietante de todo: la facilidad con la que aceptamos versiones oficiales diseñadas para hacernos sentir seguros, aunque no respondan a las preguntas más esenciales, calladito se ve más bonito.
Quizás nunca sepamos si fue un experimento global, un error de sistema, o una transición ontológica de nuestra especie. Pero algo se quebró en 2020. Algo profundo. Y aunque la fachada de la realidad fue reparada con apuro, hay quienes todavía escuchan, en el silencio nocturno, el eco de aquellas trompetas invisibles. Hay quienes no olvidan, porque cuando la realidad parpadea una vez, puede volver a hacerlo. Y la próxima vez, tal vez no tengamos tiempo de actuar sorprendidos.
Teorías que los medios y la gente ridiculizan… pero que no logran refutar.
En 2009 se habló de la posibilidad de crear microagujeros negros; en 2012 se detectó la partícula que, según Stephen Hawking, podría desestabilizar el universo si se manipulaba mal. Y en 2020, el mundo se detuvo. En 2023, el propio CERN confirmó que trabaja con materia oscura y dimensiones ocultas. Para muchos, eso no es física teórica, es alquimia moderna. Y los portales que buscan abrir podrían no cerrarse nunca. La historia ya nos mostró que después del 11 de septiembre de 2001 el mundo no volvió a ser el mismo. Pero la diferencia es que, al menos entonces, las cámaras, las guerras, la vigilancia tuvieron una narrativa. En 2020, en cambio, llegó el miedo absoluto, sin rostro ni origen, acompañado por fenómenos que la ciencia calló o explicó con frases vagas.
Los cielomotos fueron uno de ellos: retumbos en el cielo sin causa sísmica, detectados en lugares sin actividad geológica. La NASA habló de ondas acústicas desconocidas. Y nada más. Lo mismo con las luces: nadie explicó por qué tantos testigos afirmaban ver destellos sincronizados con los estruendos, como si algo se deslizara por el cielo. El COVID tampoco cerró del todo. Muertes súbitas después de las vacunas, teorías sobre fugas de laboratorio que pasaron de “fake news” a hipótesis plausibles, y la extraña rapidez con la que olvidamos todo. Como si no hubiera pasado.
En medio de ese vacío, surgieron las viejas preguntas disfrazadas de nuevas certezas. ¿Y si esto no es real? ¿Y si vivimos dentro de un constructo? Nick Bostrom lo calculó… si una civilización puede crear simulaciones conscientes, hay más probabilidades de que estemos dentro de una que fuera de ella. Lo interesante no es la teoría, sino la cantidad de anomalías que parecen respaldarla. Los llamados “efectos Mandela” —recuerdos colectivos de cosas que nunca ocurrieron— se multiplicaron. Gente que recuerda haber visto morir a Nelson Mandela en prisión. Una película llamada Shazaam con Sinbad como genio, que nadie encuentra pero miles recuerdan. Y los déjà vu colectivos: en 2023, foros enteros narraban un evento apocalíptico que “sentían” haber vivido en 2016, pero que jamás ocurrió.
Puede sonar absurdo. Pero en 2001 nos dijeron que dos aviones derribaron tres rascacielos y lo creímos. En 2020, aceptamos que el cielo hablara y que una pandemia justificara reconfigurar el mundo en meses. Hoy, mientras el CERN busca portales, las inteligencias artificiales redactan leyes y las nubes parecen observarnos de vuelta, lo inquietante no es si estamos en una simulación… sino si alguien más está a cargo del código.
Quizás lo peor ya ocurrió. O tal vez esté por venir. Tal vez el glitch de 2020 fue solo una advertencia. Una fractura momentánea en el guion. Una prueba para ver si notábamos algo. Esta vez, no lo hicimos. Pero si vuelve a pasar… ¿lo notarás tú?