
La comida colombiana está sobrevalorada: una reflexión impopular pero necesaria
Aveces es necesario hacer reflexiones incómodas. Y entre muchas, una de las que más me ha rondado últimamente es una que no parece tener espacio en la opinión pública colombiana sin generar oleadas de indignación: la comida colombiana está sobrevalorada. Lo digo no con el ánimo de ofender, sino con el de señalar una realidad que, por costumbre o por nacionalismo mal digerido, hemos preferido ignorar. Y lo digo, además, con la autoridad de quien ha comido —literalmente— por todo el planeta, y puede hacer comparaciones informadas, no solo de sabor, sino de relación calidad-precio, variedad, técnicas culinarias y riqueza cultural.
Hace unos días tuve una experiencia que resumió a la perfección este desencanto progresivo. Recibí en Colombia, por tercera vez, a un gran amigo hindú que vive en Alemania, en viajes anteriores le había dado a probar el ajiaco y la bandeja paisa, ninguna le gustó, son dos de mis platos favoritos. Esta vez, decidimos probar un restaurante especializado en alitas de pollo ya que es uno de los platos que a él le gustan y él ya nos había invitado a comer platos de la India, así que fuimos a uno de esos lugares que se promocionan como una gran marca y cuyo menú se paga en cifras cercanas al delirio. El resultado fue penoso: comida insípida, mal presentada y servida con una pretensión que contrastaba dolorosamente con la calidad real del producto. Sentí vergüenza, no por el restaurante, sino porque me di cuenta de que esta no era una excepción: era la regla.
Colombia ha construido alrededor de su comida un mito de resistencia, una especie de consuelo colectivo: “por lo menos tenemos buena comida”, se dice con frecuencia cada vez que la conversación se torna oscura, ya sea por la política, la economía, la inseguridad o la corrupción. Pero ¿es realmente cierta esa afirmación? ¿O es una ilusión alimentada más por la nostalgia y el amor a lo propio que por la calidad objetiva de nuestra cocina?
La verdad es que nuestra gastronomía difícilmente figura en el radar mundial. Según el portal TasteAtlas —un referente global en evaluación de cocinas tradicionales—, Colombia aparece apenas en el puesto 19 entre las cocinas más apreciadas del mundo. Países como México, Perú, Japón, Tailandia o Italia ocupan los primeros lugares. Incluso naciones con menos proyección internacional como Georgia o Turquía logran destacar por su riqueza culinaria. Colombia, en cambio, no tiene un solo plato emblemático que haya trascendido masivamente las fronteras. Y cuando lo intenta, suele ser con preparaciones pesadas, poco elaboradas y monótonas: la bandeja paisa, el sancocho, el ajiaco… Platos que, siendo honestos, no tienen ni la fineza, ni la técnica, ni la complejidad que uno esperaría de una cocina que se proclama buena.
Peor aún, la comida colombiana no solo no es de las mejores del mundo, sino que se ha encarecido hasta niveles absurdos, comer bien en Colombia se ha vuelto un lujo, un almuerzo corriente de mala calidad puede costar tanto como una comida elaborada en Madrid o Berlín. En los supermercados, los productos frescos —cuando los hay— son caros, de baja calidad y escasa variedad, las frutas que antes eran el orgullo nacional, hoy son incomibles por la falta de madurez o exceso de químicos, los enlatados y embutidos tienen un sabor genérico que parece salido de una fábrica global sin alma y los alimentos orgánicos o artesanales, que en otros países son accesibles para la clase media, aquí están reservados para las élites.
Muchos culpan de esto a la inflación, pero el problema va más allá…. Hay una profunda crisis estructural en la cadena de abastecimiento alimentario, una desconexión entre el campo y la ciudad y un modelo de negocio restaurantero que ha privilegiado la estética y el “postureo” sobre el sabor, la tradición y la calidad. Los chefs que triunfan en redes sociales suelen ofrecer menús mediocres con nombres extravagantes y precios insultantes. Las plazas de mercado, antaño espacios de riqueza cultural y gastronómica, hoy son sitios caóticos donde la higiene brilla por su ausencia y los productos se repiten hasta el cansancio y también compiten en precios con París.
En contraste, he tenido la fortuna de comer por todo el mundo, he tenido la fortuna de comer por todo el mundo. En Nueva York, he probado menús degustación que equilibran técnica, sabor y creatividad en cada bocado; en Madrid, he comido en tabernas donde la calidad del producto y la tradición culinaria son un patrimonio tangible, bandejas de chorizos ahumados por dos euros, precios ridiculos en comparación con Bogotá; en San Salvador, encontré en la sencillez de una pupusa recién hecha más honestidad gastronómica que en cualquier restaurante “gourmet” de Bogotá; y en Alemania, donde vive mi amigo, he compartido platos que respetan el origen del ingrediente y no se disfrazan con pretensiones. En todos esos lugares, la comida fue más económica, más fresca, mejor ejecutada y mucho más coherente con la cultura local, lo que debería ser la norma, en Colombia es un privilegio.
En Colombia la desconexión entre lo que decimos que somos y lo que realmente servimos en el plato es evidente, nuestra cocina no está a la altura del discurso patriótico que la rodea y eso es un problema, porque la comida no es solo un tema de sabor,es un vehículo de identidad, de memoria, de cultura, de economía y hasta de política. Reconocer que algo no está funcionando no es “antipatria” es el primer paso para mejorar.
Antes, este país era un lugar donde se comía mejor, no porque tuviéramos una gastronomía superior, sino porque los ingredientes eran más frescos, más accesibles, y porque existía una relación más directa entre el productor y el consumidor, pero ahora, la industrialización mal gestionada, la codicia del sector restaurantero y la pérdida de tradiciones han hecho que comer bien sea casi una rareza y cuando uno lo logra, casi siempre es por fuera del país.
Sé que este texto no gustará a muchos, es fácil tildar estas afirmaciones de “amargura” o “falta de orgullo nacional” pero, como decía Saramago, “la lucidez es la herida más cercana al sol” y yo prefiero una lucidez incómoda que una mentira reconfortante, Colombia tiene pocas cosas maravillosas, pero su comida no es una de ellas y cuanto antes lo entendamos, antes podremos cocinar un futuro más sabroso, más justo y más digno.