
“Payaso” no es un insulto: una defensa de una de las profesiones más nobles del arte escénico
Pocas palabras han sido tan tergiversadas y utilizadas de forma peyorativa como “payaso”. Hoy en día, llamar a alguien “payaso” se ha vuelto sinónimo de “ridículo”, “estúpido”, “inmaduro” o “molesto”, la lanzan con desprecio en redes sociales, discusiones personales o en escenarios políticos como si fuera una forma de descalificar a alguien. Pero lo que muchos ignoran es que ser payaso no es una vergüenza, es una profesión, una vocación y una expresión artística compleja que merece respeto.
Lejos de ser un adorno infantil o una figura ridícula, el payaso tiene una historia milenaria, desde los bufones medievales, los sabios tontos de las cortes europeas que eran los únicos con licencia para decir la verdad al poder, hasta los payasos de circo del siglo XIX que llenaron de alegría y emoción a generaciones enteras, esta figura ha sido pieza clave en la evolución del teatro, la comedia y la crítica social.
En muchas culturas, el payaso no solo hace reír sino que también enseña, sana y revela verdades humanas. El “augusto” y el “cara blanca”, los dos arquetipos clásicos del clown de circo, representan una dualidad de orden y caos que, en su contraste, permite explorar la condición humana, el clown moderno que ha migrado del circo a los escenarios teatrales, la pedagogía, la terapia y el activismo es un personaje que requiere entrenamiento, técnica, vulnerabilidad emocional y un compromiso profundo con el público.
Ser payaso no es simplemente “ponerse una nariz roja”, los grandes clowns del mundo, como Slava Polunin, Philippe Gaulier, Avner Eisenberg o Lecoq, han demostrado que este arte exige un control físico extraordinario, habilidades teatrales, capacidad de improvisación, inteligencia emocional y una conexión especial con el “estado de juego”. Se estudia en escuelas de artes dramáticas, se perfecciona durante años y lo más importante, se construye desde la honestidad más radical del intérprete.
Es más fácil ser un comediante irónico que un payaso auténtico, porque el payaso se expone, fracasa y conecta desde lo más vulnerable, se ríe de sí mismo para que los demás puedan reírse de su propia tristeza, el payaso no se burla, se entrega.
El valor del payaso no es solo escénico, desde hace décadas, los “clown médicos” llevan su arte a hospitales de niños y adultos, ayudando a reducir la ansiedad, el dolor y el miedo. Este trabajo se ha convertido en un área de intervención psicosocial seria, con estudios científicos que respaldan sus beneficios para pacientes, familias y personal médico. Países como Brasil, España, Francia o Argentina cuentan con programas institucionalizados de payasos hospitalarios, con formación especializada.
Organizaciones como Payasos Sin Fronteras llevan su arte a zonas de guerra, campos de refugiados y lugares de crisis humanitaria, porque saben que el humor puede ser de ayuda frente al trauma. ¿De verdad alguien que hace reír en medio del horror merece ser usado como sinónimo de idiotez?
El uso despectivo de “payaso” nos muestra que vivimos una cultura que desprecia lo sensible, lo emocional, lo diferente y lo que no se adapta a lo serio o productivo. Reírse de los payasos es una forma de reírse del juego, de la empatía, del cuerpo como herramienta de expresión, es parte de la misma lógica que se burla del arte, de la salud mental o de las profesiones que no producen capital a mares, porque por ejemplo en Colombia al mafioso lo respetan, por miedo y por dinero, al artista lo desprecian.
Llamar “payaso” a alguien para insultarlo no es solo ignorante, es un acto de violencia simbólica contra una tradición artística, contra una ética del cuidado, contra una forma honesta de estar en el mundo y lo más grave es que lo hacen quienes jamás podrían sostener ni dos minutos en el escenario con una nariz roja.
Entonces hay que parar de usar la palabra “payaso” como un insulto. Ojalá hubiera más payasos en el mundo y menos ignorantes y creadores de trinos en Internet vacíos. Ser payaso es ser valiente, es confrontar la tristeza del mundo con una sonrisa dibujada y una lágrima escondida, es ser más humano que los que juzgan.