
¿Somos estúpidos o somos victimas?
Es tentador decir que Colombia es una tierra de genios, que ha parido premios Nobel, matemáticos brillantes, artistas revolucionarios, físicos notables, juristas reconocidos y poetas de renombre. Pero hay que ser claros… Colombia no los formó. Colombia los empujó a irse.
Gabriel García Márquez, el único Nobel que se reclama con orgullo nacional, escribió sus obras más emblemáticas fuera del país, lejos de la censura, la pobreza y la mediocridad institucional. La mayoría de científicos, artistas o académicos que han logrado reconocimiento internacional lo han hecho pese a Colombia, no gracias a ella.
La educación en el país es precaria. La inversión en ciencia, ridícula. El Estado castiga la creatividad, la independencia, la rebeldía intelectual. El sistema premia la obediencia, la rosca, la superficialidad. Así que cuando una mente brillante emerge, huye. Se va a México, a Estados Unidos, a Francia, a Alemania, a donde pueda crecer sin tener que suplicar por una beca, sin tener que temer por su vida, sin tener que aguantar la envidia social que convierte al talento en sospechoso. Solo entonces, cuando el éxito ocurre en el extranjero, Colombia se pone la camiseta y celebra. Como quien se atribuye un hijo al que nunca quiso criar.
Diversos rankings internacionales ubican a Colombia en la parte baja de la tabla del cociente intelectual promedio, con cifras cercanas a los 84–88 puntos, cuando el promedio global es de 100. El IQ no es una medida absoluta de inteligencia pero es sobre todo, un reflejo del entorno. ¿Qué acceso hay a educación? ¿Qué tan estimulante es el ambiente cultural? ¿Qué se valora en la sociedad? Medir el IQ en poblaciones golpeadas por la desigualdad, la guerra, la corrupción y el abandono estatal es como medir la resistencia física de alguien que lleva años sin comer bien.
La pregunta entonces no es si somos estúpidos, sino por qué nuestras condiciones nos arrastran al pensamiento fácil, a la emocionalidad política, a la desinformación y a la autodestrucción como colectivo.
Colombia tiene un sistema educativo profundamente memorístico, autoritario y anticientífico. Desde niños nos enseñan a repetir y no a cuestionar, a obedecer y no a argumentar. En muchos colegios aún se premia el silencio, no la creatividad; el orden, no la duda. La ciencia crítica brilla por su ausencia, y la historia se enseña sin contexto ni profundidad y el resultado de esto es que los adultos no saben diferenciar una noticia de una opinión, que comparten cadenas de WhatsApp como si fueran dogmas, que votan contra sus propios intereses porque no entienden la estructura del Estado. Personas que dicen “la culpa es de Petro” o “todo es por Uribe” sin haberse leído una sola página de análisis político serio.
Este país, como gran parte del mundo, ha sido absorbida por una cultura de consumo rápido de información. Pero aquí el daño ha sido más profundo: las redes sociales han reemplazado el debate con la burla, el pensamiento con el insulto, la verdad con la narrativa emocional. Un meme tiene más impacto que una columna de opinión bien argumentada. Una mentira escandalosa tiene más eco que un dato verificado.
El problema no es solo que la gente se desinforme, sino que prefiere hacerlo. Porque pensar duele. Porque informarse cansa. Porque estamos programados para elegir lo fácil, lo inmediato, lo tribal
En Colombia no debatimos ideas, atacamos personas. Petro no es un político con un modelo económico discutible: es “un guerrillero comunista que odia a los ricos”. Uribe no es un expresidente polémico con un legado que debería analizarse con cabeza fría: es “un paraco asesino” o “el salvador de la patria”, dependiendo del color de tu camiseta.
El ciudadano promedio no discute políticas, sino etiquetas. Y lo más grave: lo hace con pasión, sin entender, sin querer entender. A eso se le llama adoctrinamiento emocional. Y en Colombia se da por derecha e izquierda, por igual.
Uno de los aspectos más preocupantes del comportamiento social colombiano es la tendencia a destruir al otro. No hay verdadera solidaridad, sino competencia. El éxito ajeno se percibe como una amenaza, no como una inspiración. Se le teme al que piensa distinto. Se le aplasta al que destaca. Se normaliza el bullying, la corrupción menor, la trampa. Esta cultura de la desconfianza mutua no es casual: es funcional a las élites que nos gobiernan. Una ciudadanía que se divide, se odia y se burla de sí misma es más fácil de manipular.
¿Entonces qué somos? ¿Víctimas o responsables?
La estupidez colectiva no es genética ni definitiva. Es un síntoma de siglos de exclusión, pobreza, guerra, mala educación y manipulación mediática. Pero también hay responsabilidad individual. Cada vez que compartimos una mentira, cada vez que votamos sin informarnos, cada vez que repetimos clichés sin análisis, estamos alimentando el ciclo. Ser colombiano no es sinónimo de ser tonto. Pero sí es vivir en un país donde pensar con profundidad es un acto revolucionario.
La única forma de salir no es insultarnos más, sino comenzar a cultivar el pensamiento. Promover una educación que enseñe a dudar, a leer, a investigar. Exigir medios responsables, y dejar de consumir basura viral. Hablar menos desde el hígado y más desde el cerebro pero esto es casi imposible en un país corrupto y asesino, nos tomaría milenios hacerlo.
Colombia no necesita más “líderes fuertes”, necesita ciudadanos más lúcidos. No se trata de IQ. Se trata de voluntad de pensar. De dejar de ser marionetas de nuestras emociones. De reconstruir el país desde las ideas, no desde los insultos.
Datos:
Los indicadores de inteligencia general de los colombianos, medidos principalmente a través del coeficiente intelectual (IQ), muestran que Colombia se encuentra en la parte baja del ranking regional y mundial. Según el estudio de Richard Lynn y Tatu Vanhanen, el promedio de IQ en Colombia es de 84 puntos, ubicándose por debajo de países como Uruguay (96), Argentina (93), Chile (90), Costa Rica (89), Ecuador y México (88), y apenas por encima de países como Honduras (81). Este puntaje se considera dentro del rango de “normal bajo” o “limítrofe”, que abarca valores entre 71 y 84 según la escala de Wechsler.
En términos prácticos, esto significa que una proporción significativa de la población colombiana se encuentra en un rango de inteligencia que, aunque no es considerado discapacidad intelectual, sí puede estar asociado a mayores desafíos en el desarrollo académico y profesional, especialmente cuando se suma a factores socioeconómicos desfavorables.
En cuanto a indicadores de talento en áreas tecnológicas y de inteligencia artificial, Colombia muestra avances en regulación y políticas públicas, pero enfrenta grandes retos en investigación, desarrollo y formación de talento especializado. Por ejemplo, en el Índice Latinoamericano de Inteligencia Artificial, Colombia ocupa el puesto 6 de 12 países, con un puntaje promedio de 47,62 sobre 100, destacando en regulación pero con bajos puntajes en investigación (14/100) y desarrollo de talento (46/100).
• IQ promedio nacional: 84 puntos (rango normal bajo).
• Posición regional: Por debajo de la media sudamericana y mundial.
• Bajo nivel de graduados en áreas de computación, retos en investigación y desarrollo, y un contexto socioeconómico que agrava las dificultades asociadas a un IQ bajo.
• El costo de la violencia y el crimen alcanza el 3,64 % del PIB (≈ 17 000 M USD), superando gastos en educación o salud
• La corrupción es percibida como un comportamiento aceptable si se justifica por “todos lo hacen” o se necesita sobrevivir .
• Instituciones extractivas permiten clientelismo y debilitan la ley .
Así que lo que llamamos “estupidez colectiva” es una adaptación al diseño del país. No somos genéticamente inferiores, pero el entorno —emocional, institucional, cultural y educativo— moldea una masa que vota impulsiva, tolera la trampa y responde con violencia y parece que esto… nos encanta.