
¿Estamos viviendo el apocalipsis moderno? Una mirada al mundo desde el abismo
En pleno 2025, el mundo parece haber olvidado las lecciones más fundamentales de su historia. Atrás quedaron los discursos del “nunca más”. Regresaron los carros bomba en Colombia, los asesinatos selectivos a figuras públicas, el miedo en las calles, el retorno de las fuerzas oscuras que alguna vez se disfrazaron de política, de justicia o de moral. Colombia vuelve a sentir el sabor amargo de la década de los noventa, una era que muchos creían superada, pero que hoy se presenta con nuevas máscaras y las mismas heridas.
Al otro lado del mundo, Gaza arde. El Estado de Israel, que nació bajo la promesa de ser refugio para un pueblo perseguido, comete atrocidades con el mismo ímpetu con el que se le negó el derecho a existir hace décadas. Gaza ha dejado de ser una zona en conflicto: es una zona de exterminio sistemático, sin ley, sin justicia, sin humanidad. En paralelo, los bombardeos a Irak, Siria o Yemen ya ni siquiera son noticia. La desensibilización es total. Lo que alguna vez causaba horror, hoy se consume con scrolls y reacciones en redes.
La caída de los aviones y el asesinato de quienes denuncian a corporaciones como Boeing —caso de John Barnett— retratan otra cara del colapso: la muerte del denunciante, del experto, del valiente. El que revela la podredumbre del sistema, muere. El que se somete, asciende. La verdad ha sido reemplazada por la rentabilidad.
En Estados Unidos, el autoritarismo ya no se esconde. Donald Trump retorna con una narrativa totalitaria, nacionalista, basada en el odio, la supremacía blanca y el desprecio a las minorías. Lo hace con aplausos, votos, aplausos que suenan como látigos sobre la espalda de los inmigrantes, las mujeres, los trabajadores. En El Salvador, Nayib Bukele ha convertido su país en una prisión de silencio. Aunque muchos aplauden su “orden”, el precio ha sido el pensamiento libre, el debido proceso, el alma de la democracia. Todo esto ocurre bajo la gran mentira de la “libertad”. Como alguna vez dijo Orwell, “la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza”.
En Ucrania, la guerra continúa. Rusia no se detiene. La OTAN simula ayuda mientras alimenta la guerra con armas. En África, los golpes de Estado ya no se cuentan con los dedos. En Asia, Corea del Norte lanza misiles con regularidad, mientras las potencias ensayan nuevas armas de inteligencia artificial y control poblacional. La tecnología, que prometía conectarnos, ha servido para vigilarnos, dividirnos y manipularnos.
Y la gente… sigue. Porque el apocalipsis no llega como en las películas. No hay una explosión única. El colapso es lento, cotidiano, cómodo. Llega con suscripciones, con algoritmos, con gobiernos elegidos democráticamente para destruir la democracia. Llega con anestesia.
¿Qué está pasando con el mundo? Anatomía de un colapso anunciado
Vivimos un momento en el que el mal ya no se esconde. Se viste de eficiencia, de liderazgo, de Dios, de progreso, de patria. La mentira no se esconde, se normaliza. Y lo terrible no es que esto ocurra, sino que millones lo aplauden. Los crímenes ya no necesitan coartadas; basta con tener poder y una audiencia dispuesta a justificarlo todo si el show es bueno.
El poder ha mutado en espectáculo
Gobernantes como Trump, Bolsonaro, Bukele, Putin, Netanyahu, Orban, Milei o Modi entienden el mundo no como una estructura que debe sostener derechos y justicia, sino como un escenario. No administran la verdad, la reemplazan. Lo que importa no es lo que se hace, sino lo que se dice que se hace. El “fascismo de algoritmo” logra que cada quien crea que está ganando su guerra personal, mientras el Estado arrasa con la pluralidad, los derechos básicos y la ética.
Y no es solo política. Las redes han convertido todo en mercancía: el dolor, la guerra, la catástrofe, la muerte. La viralidad reemplazó al juicio crítico. Las noticias compiten con videos de bailes y comida en tiempos de genocidio. ¿Cómo se produce conciencia en medio del ruido?
El sistema internacional se ha vuelto cómplice
La ONU es una estructura burocrática paralizada por los intereses de las grandes potencias. No detuvo la guerra en Gaza. No pudo frenar la invasión rusa en Ucrania. No intervino ante las limpiezas étnicas en Myanmar, Sudán o Etiopía. No puede sancionar a Israel, ni a Estados Unidos, ni a Rusia, ni a China. Los crímenes de guerra ahora tienen abogados y relaciones públicas. ¿Quién protege a los pueblos? Nadie.
En Gaza, hospitales bombardeados. Niños ejecutados. Reporteros asesinados. En Ucrania, masacres de civiles. En Irán, mujeres desaparecidas por no usar velo. En Haití, bandas criminales gobiernan mientras la comunidad internacional observa. En Colombia, el asesinato de líderes sociales continúa sin freno. Y mientras tanto, los países gastan billones en defensa pero recortan la salud, la educación y la ciencia.
La tecnología nos superó
Vivimos en un mundo donde la inteligencia artificial, la vigilancia masiva, el control de datos y la manipulación informativa se usan para consolidar hegemonías, no para liberar. Lo que alguna vez fue utopía digital hoy es un aparato de control. La IA predice tu comportamiento, pero también tu voto. Las redes no amplifican ideas, amplifican los algoritmos del miedo, del odio y del consumo.
Deepfakes, bots políticos, manipulación electoral, adoctrinamiento digital: ya no hace falta censurar, solo hay que intoxicar. Mientras tanto, el periodismo está bajo ataque, los denunciantes son asesinados o silenciados, y la verdad se volvió “opinión”.
El colapso ambiental ya está aquí
No es algo del futuro. Es ahora. Inundaciones en Brasil, incendios en Canadá, temperaturas infernales en India y el sur de Europa, deshielos en la Antártida, ciclones en África, escasez de agua en Medio Oriente. Las corporaciones y los gobiernos firmaron tratados que no cumplen, mientras los ecosistemas colapsan. La economía mundial está construida sobre petróleo, minería, deforestación y carne. El planeta es mercancía.
Y cuando las comunidades defienden la tierra, los matan. En Honduras, Colombia, Filipinas, México, ser defensor ambiental es una sentencia de muerte.
El odio es rentable
La ideología del odio ha vuelto como fórmula de poder. Se persigue a los migrantes, se criminaliza a los pobres, se ridiculiza a las mujeres, se invisibiliza a las disidencias sexuales. No hay debate: hay linchamiento. El lenguaje se ha endurecido, se aplaude la crueldad, se romantiza la represión. En los comentarios de cualquier red social es más fácil encontrar amenazas que argumentos.
¿Y por qué pasa esto? Porque el sistema global ha dejado de ofrecer esperanza. Las nuevas generaciones viven con más ansiedad, menos ingresos, menos oportunidades, más deuda y menos derechos que sus padres. La desesperanza es el caldo de cultivo del extremismo.
El capitalismo devoró a la democracia
Las grandes corporaciones no financian la democracia: la poseen. Los presidentes ya no representan pueblos, sino accionistas. No importa si votas rojo o azul, el modelo económico no se discute. Las farmacéuticas, los bancos, las tecnológicas y los fondos de inversión están por encima de cualquier constitución. Es la plutocracia global. La democracia es solo el decorado.
Del sueño digital al mercado del alma: cómo se descompuso el mundo
Internet nació con la promesa de la libertad, un espacio sin jerarquías, donde cualquiera pudiera crear, pensar, disentir, compartir. La cultura hacker, el software libre, los foros abiertos, los blogs, el conocimiento sin fronteras… parecía que por fin la humanidad tenía una herramienta para democratizar el poder, el arte, la política, la información.
Pero el capital encontró la grieta. Internet fue cercada, parcelada, monetizada. Las redes sociales, que prometían conexión humana, se convirtieron en máquinas de explotación emocional. Tu atención se volvió producto. Tus datos, moneda. Tus gustos, algoritmo. Y poco a poco, la red libre fue reemplazada por un centro comercial infinito.
Ahora te censuran no por violar derechos humanos, sino por “infringir normas comunitarias” escritas por juntas corporativas en Silicon Valley. El discurso ya no se regula con ética, sino con cláusulas de términos de uso. La libertad de expresión fue secuestrada por plataformas privadas, donde nadie puede apelar. Dices algo incómodo, y te silencian. Pero si pagas, te amplifican.
Mientras tanto, en nombre de la libertad, cualquier persona puede destruir la vida de otra, manipular verdades, mentir sin consecuencias, acosar. Y cuando reclamas justicia, te dicen: “es su opinión”. El sistema confundió libertad con impunidad, y censura con moderación.
Hoy en Estados Unidos, el país más rico del planeta, hay más de 600.000 personas sin techo. En ciudades como Los Ángeles o San Francisco, hay tiendas de campaña al lado de rascacielos. Familias completas durmiendo al lado de autos Tesla. No es pobreza, es abandono estructural. Porque el dinero no desapareció, solo se concentró.
En América Latina, la desigualdad es tan obscena que la mitad de la población vive al día. Colombia, México, Brasil, Argentina… todos enfrentan una marea creciente de hambre, desempleo, informalidad, crisis mental. Las élites se blindan, el pueblo se ahoga, y las instituciones se corrompen o se callan.
El modelo falló. No fue el comunismo, ni el socialismo, ni el anarquismo. Fue el capitalismo salvaje disfrazado de modernidad. El mismo que destruye la tierra, censura a los artistas, encierra a los migrantes, le pone precio al conocimiento y desecha a los humanos que ya no producen.
¿Sirve el mundo? ¿Para quién?
Sirve para los bancos. Para los especuladores. Para los que tienen pasaporte de primera clase. Para las farmacéuticas que cobran 1.000 dólares por un medicamento de 3 dólares. Para los dictadores que disfrazan su régimen de “seguridad”. Para los que convierten el miedo en votos y el odio en likes.
Pero para el ciudadano común, el mundo no sirve. No da futuro. No garantiza agua, salud, techo, ni dignidad. No hay justicia real. No hay paz estable. No hay liderazgo ético. Solo hay control, deuda, miedo, y pantallas que te venden felicidad mientras todo arde.
¿Es esto el apocalipsis?
No en el sentido bíblico. Pero sí es una descomposición civilizatoria. Los equilibrios que sostuvieron el mundo tras la Segunda Guerra Mundial están rotos. Los valores de derechos humanos, cooperación internacional, ciencia como bien común y gobernabilidad global ya no tienen fuerza. Vivimos una transición… pero no está claro hacia qué.
Tal vez lo peor no es que el mundo se esté cayendo, es que ya cayó. Solo que aún no nos hemos dado cuenta del todo.