
Niños que matan
“No hay crimen más difícil de aceptar que aquel cometido por quienes aún no entienden la dimensión de la muerte.”
La violencia infantil no es nueva, pero cada tanto un caso emerge de entre las sombras para recordarnos que algo está podrido, muy podrido, en las entrañas de nuestra sociedad. Eso ocurrió el 8 de mayo de 2024, en la localidad de Usme, Bogotá, cuando David Esteban Nocua Monroy de apenas 14 años desapareció tras salir a encontrarse con su exnovia, una menor de 15. Dos días después, su cuerpo fue hallado sin vida cerca del río Tunjuelito, apuñalado, en una escena que parecía salida de una película de terror adolescente… Pero no lo era, pasa en Colombia.
Lo que en principio fue un caso de desaparición pronto se transformó en uno de los asesinatos más escalofriantes perpetrados por menores en la capital. El crimen fue planeado: una emboscada urdida entre la exnovia y su nueva pareja, también de 14 años, quienes hoy enfrentan cargos por homicidio agravado. Según confesó el joven cómplice, fue ella con total sangre fría quien apuñaló a David luego de pedirle que se dejara cubrir los ojos porque le tenía una “sorpresa”. Cuando él aceptó, la navaja salió del pantalón de ella y en segundos se derramó la sangre de quien días antes le había salvado la vida tras un intento de suicidio.
Podría pensarse que este es un hecho aislado, una rareza en el historial criminal del país. Pero no lo es. En Colombia, los niños matan y matan cada vez más jóvenes, con más rabia y menos remordimiento, siguiendo la tradición heredada de un país de sangre, de un lugar en donde la violencia es ya no solo el pan de cada día sino la normalidad.
En 2016, en Barranquilla, un menor de 12 años asesinó a su padrastro tras una discusión. En 2022, en Medellín, un joven de 14 apuñaló a su mejor amigo durante una riña escolar. Y en Cali, en 2023, una niña de 13 años fue hallada culpable de haber asfixiado a su hermana menor luego de meses de maltrato familiar encubierto.
La estadística no miente, entre 2018 y 2023, más de 850 menores de edad fueron vinculados formalmente a procesos judiciales por homicidio en Colombia, según datos del ICBF y la Fiscalía. La gran mayoría de ellos provienen de contextos de vulnerabilidad extrema, exposición temprana a la violencia, disfuncionalidad familiar o abandono estatal.
Pero lo que da miedo no es el número sino el perfil emocional de estos jóvenes asesinos, Muchos no expresan culpa, no lloran, no titubean al relatar los hechos, parecen desconectados de las consecuencias, como si matar fuera solo una acción más de su rutina emocionalmente distorsionada, de ese mundo puerco en el que nacieron y del que crecieron escuchando que acá el vivo es el que gana, a paya puesta papaya partida, o que sencillamente alguien merecía que lo mataran por alguna razón.
El caso de David Nocua nos obliga a mirar de frente que nuestros niños están creciendo sin referentes emocionales sanos, sin estructuras familiares estables y sin una red social que les enseñe a tramitar el dolor, el abandono, el rechazo o la rabia. Están creciendo, además, bombardeados por narrativas de poder a través de la violencia, en la música, en los videojuegos, en las redes sociales. El crimen se estetiza, se viraliza, se vuelve una forma de venganza simbólica contra un mundo que no los cuida, que no los escucha, que no les da lugar.
En el caso de Usme lo más duro no es la muerte de David, sino el hecho de que fue asesinado por una persona a la que había protegido, una adolescente con un historial emocional inestable, que había sido internada por un intento de suicidio y que al parecer, encontró en el homicidio una manera de ejercer control, de vengarse, o simplemente de actuar bajo una confusión emocional sin contención adulta.
El crimen no ocurre en el vacío. David fue asesinado en un entorno de desprotección estructural, barrios marginales, colegios sin equipos psicosociales suficientes, comunidades donde la salud mental es un privilegio, no un derecho, y donde las violencias domésticas e institucionales se reproducen en silencio, es Colombia… siempre será Colombia.
¿Qué nos está diciendo este país?
Este no es un país para seres humanos, pero mucho menos para niños, y eso lo muestran las cifras de reclutamiento forzado, de abuso sexual infantil, de explotación laboral, y ahora, también de homicidas cada vez más jóvenes. ¿Qué puede sentir un niño que apuñala a otro con una navaja de sierra mientras lo tiene con los ojos vendados? ¿Qué tan anestesiado emocionalmente debe estar para ejecutar una escena que ni un adulto con entrenamiento podría soportar?
Y nadie hace nada, como siempre, absolutamente nada… no estamos haciendo nada estructural para cambiarlo, los colegios son solo una caja de conocimientos básicos, mientras las emociones se pudren en los recreos. Los servicios de salud mental para menores son escasos y los maestros están desbordados y frustrados porque ahora a estas generaciones no se les puede decir nada, no se les puede corregir, es tan terrible la situación que si un maestro regaña a un niño puede terminar en la carcel por abuso o sancionado. No hay programas sostenidos de prevención de violencia juvenil ni una política integral de protección emocional en las instituciones educativas públicas.
David Esteban Nocua tenía 14 años, quería ser policía, le gustaban los videojuegos, los amigos, el reguetón, creía que su vida valía algo. La última vez que lo vieron con vida, caminaba junto a la adolescente a la que aún llamaba “ex”, rumbo al bosque donde encontró la muerte. Murió engañado, traicionado, acuchillado y dejado allí como un animal que estorba como casi todos los asesinatos de Colombia, de una manera cobarde, a mansalva, parece que es nuestra naturaleza, eso no se puede aprender, la chica no tomó un curso sobre como asesinar, viene en la sangre del colombiano.
Dificil… este país no puede seguir pasando la página tras cada tragedia como si nada. Cada niño que mata es el reflejo deformado de todo lo que no estamos haciendo, de una infancia sin amor, sin cuidado, sin límites, sin justicia y sin futuro.
David no fue el primero y si no hacemos algo, tampoco será el último.
Revista SINAPSIS
Reflexión, cultura y pensamiento crítico