Tierra, Sangre y Memoria: El conflicto Israel-Palestina más allá de la propaganda y el fanatismo.

Tierra, Sangre y Memoria: El conflicto Israel-Palestina más allá de la propaganda y el fanatismo.

El conflicto entre Israel y Palestina no comenzó el 7 de octubre de 2023 con el ataque de Hamas, ni con la fundación del Estado de Israel en 1948. Es un nudo de siglos, de identidades, de exilios, de religión, de geopolítica, de intereses coloniales y también de tragedias humanas. Es un conflicto que hoy se ha cobrado decenas de miles de vidas palestinas, miles de ellas de niños y que no ha conocido una paz real en más de siete décadas.

Mientras en redes sociales se enfrentan discursos que simplifican un conflicto milenario en banderas o hashtags, los hechos históricos, aunque incómodos, siguen ahí, esperando ser contados con seriedad.

Aquí un repaso documentado y neutral de hechos irrefutables sobre ambas partes:

Hablar del conflicto entre Israel y Palestina es entrar a una madeja de siglos, donde la religión, la memoria histórica, los intereses geopolíticos y la tragedia humana se entrecruzan. No hay una sola verdad. Hay múltiples relatos, algunos cimentados en documentos históricos, otros en creencias religiosas y otros en dolorosas pérdidas humanas.

Uno de los elementos más controversiales es el argumento de derecho histórico. Desde el punto de vista judío, la tierra de Israel es parte de su historia ancestral. La Biblia la menciona como la tierra prometida y hubo presencia de reinos hebreos en la antigüedad, pero… ¿da esto derecho a reclamar un territorio dos mil años después? Si se aceptara ese principio, muchas regiones del mundo cambiarían de manos.
Para los palestinos, la tierra les pertenece por derecho de ocupación continua, por siglos de arraigo, trabajo, vida cotidiana, muchos de sus ancestros jamás salieron del territorio, ni durante la época otomana ni durante el Mandato Británico, la llegada del sionismo político y la posterior partición de la ONU en 1947 fue vista por ellos como una imposición internacional que dividió una tierra sin consulta ni consenso de todos sus habitantes.

La creación del Estado de Israel fue una respuesta al horror del Holocausto, pero su implementación trajo el desplazamiento de más de 700.000 palestinos, a esto se le llamó la Nakba, la catástrofe. Desde entonces, más de 75 años de conflicto no han cesado, con periodos de relativa calma y otros de abierta guerra.

Mientras Israel es un país reconocido por la ONU, con capacidad militar de vanguardia, incluido armamento nuclear no declarado oficialmente, Palestina sigue siendo una entidad parcialmente reconocida, Francia acaba de anunciar que reconocerá el Estado Palestino. La Autoridad Nacional Palestina gobierna parte de Cisjordania, mientras que Gaza está bajo control de Hamas, un grupo considerado terrorista por Estados Unidos, la Unión Europea e Israel, pero en Gaza viven más de dos millones de civiles en condiciones muy por debajo del umbral humanitario.

El doble rasero es evidente, cuando un Estado con armamento sofisticado bombardea zonas densamente pobladas, la respuesta internacional es casi siempre de moderación o apoyo. Cuando una organización como Hamas lanza cohetes artesanales o comete masacres como la del 7 de octubre de 2023, el repudio es inmediato y global. Pero las cifras de muertos son desproporcionadas, desde el inicio de la ofensiva en Gaza en octubre de 2023, se han reportado más de 35.000 muertos palestinos, de los cuales miles son niños. ¿Dónde está el límite entre el derecho a la defensa y el castigo colectivo?

Las imágenes que nos llegan desde Gaza con niños mutilados, hospitales colapsados, barrios enteros reducidos a polvo ya han dejado de sorprender al mundo, nos estamos acostumbrando a ver el sufrimiento en una sola dirección, en nombre de la seguridad se ha justificado la destrucción de poblaciones enteras, la lógica del castigo total ha sido normalizada.

Por otro lado, los ataques de Hamas no pueden ser ignorados, son crueles, inhumanos y violatorios del derecho internacional pero incluso si todos aceptaran que Hamas es un grupo terrorista, eso no convierte a todo el pueblo palestino en terrorista, el castigo indiscriminado no es justicia y la violencia de ambos lados está alimentando una espiral que parece no tener fin.

Estados Unidos, principal aliado de Israel, ha vetado decenas de resoluciones en la ONU que condenaban acciones del Estado israelí y el apoyo militar, financiero y político es incondicional. Muchos analistas ven esto como una de las principales barreras para una solución justa, Europa, aunque más crítica en el discurso, ha actuado con tibieza.

Curiosamente, la justificación histórica del pueblo judío para retornar a la tierra prometida, tras haber sufrido siglos de persecución, se ha transformado en una maquinaria estatal que según múltiples voces, reproduce patrones similares de exclusión, militarización, muros y ghettos.

Fuente: https://elordenmundial.com/mapas-y-graficos/siete-decadas-de-conflicto-israeli-palestino/

Mientras la comunidad internacional discute en foros diplomáticos y se hacen llamados al “cese al fuego”, los intereses geopolíticos han convertido el conflicto israelí-palestino en una pieza más del ajedrez global. Estados Unidos sigue siendo el principal proveedor de armamento y apoyo diplomático para Israel, con justificaciones que apelan a la seguridad y a la alianza histórica. Rusia y China, por su parte, han criticado abiertamente la respuesta israelí en Gaza, no tanto por altruismo, sino para reforzar sus propias agendas estratégicas.

La tragedia palestina no solo está en las bombas, está en el agua contaminada, en las noches sin electricidad, en los hospitales sin medicamentos, en los sueños cancelados de una generación que ya no imagina futuro, Gaza es una prisión a cielo abierto y esa afirmación no es una metáfora, organismos internacionales, incluidos algunos israelíes críticos del gobierno han señalado la gravedad de la situación humanitaria, según la ONU, más del 90% del agua en Gaza no es potable, y más del 60% de la población sufre inseguridad alimentaria.

La narrativa del “derecho a defenderse” que invoca Israel no puede ser una carta en blanco para arrasar barrios enteros, pero tampoco el sufrimiento histórico del pueblo judío puede ser instrumentalizado para justificar una ocupación que ya ha cruzado todos los límites éticos y legales, el trauma colectivo del Holocausto es innegable, pero no puede perpetuarse mediante una política de dominación y despojo.

Del otro lado, el extremismo también ha secuestrado la causa palestina, el liderazgo dividido entre Fatah en Cisjordania y Hamas en Gaza ha sido incapaz de construir una estrategia unificada de resistencia pacífica, Hamas, con su ideología teocrática y sus métodos violentos, ha contribuido a estigmatizar la causa palestina y ha cometido crímenes que también deben ser condenados, no se puede negar que ha usado civiles como escudos humanos, ni que sus ataques han causado muertes injustificables, pero nada de eso borra la raíz del conflicto, una ocupación que viola resoluciones internacionales, un sistema legal dual que segrega a la población, y una política de colonización que no se ha detenido ni un solo año desde 1967. Los Acuerdos de Oslo se desintegraron no por un solo actor, sino por el incumplimiento sistemático de compromisos, la expansión de asentamientos y la desconfianza mutua alimentada por décadas de sangre y propaganda.

En este escenario, la palabra “paz” parece un chiste, las soluciones de dos Estados se debaten en salones lujosos mientras se construyen nuevos muros sobre las ruinas de lo que podría haber sido un vecindario compartido. La comunidad internacional condena con comunicados mediocres, pero no detiene las transferencias de armas ni cuestiona los fondos.

El conflicto entre Israel y Palestina no es una simple disputa religiosa ni un choque de civilizaciones, es una historia de colonialismo moderno, de errores compartidos y de heridas que no sanan porque se siguen abriendo día tras día. Un pueblo que lucha por sobrevivir no puede ser equiparado moralmente con un Estado con uno de los ejércitos más avanzados del mundo y la ecuación sigue ignorando la desproporción.

Hablar de Palestina desde América Latina, desde Europa o desde cualquier lugar que no sea el epicentro del conflicto, conlleva sus propios riesgos porque las etiquetas aparecen con facilidad: antisemita, extremista, ingenuo, fanático. Pero no se puede construir una opinión honesta si tememos llamar las cosas por su nombre, denunciar los crímenes de guerra del gobierno de Israel no es negar el Holocausto, no es antisemitismo, es tener conciencia histórica y ética. Como tampoco es “terrorismo” exigir que los niños palestinos no sean bombardeados mientras duermen.

Los medios tradicionales han contribuido a la deformación del relato, en muchas coberturas, el lenguaje es cuidadosamente manipulado: Israel “responde”, mientras Hamas “ataca”. Israel “realiza operaciones quirúrgicas”, mientras los palestinos “provocan disturbios”. Se habla de “muertes” palestinas y “asesinatos” israelíes. El lenguaje crea realidades, y en este caso, construye una donde hay víctimas de primera y de segunda clase. Además, se presenta a menudo la situación como un “conflicto”, como si se tratara de dos fuerzas equivalentes que luchan con las mismas herramientas, pero lo que existe es una ocupación militar, una colonización permanente, un sistema de apartheid avalado por leyes y prácticas discriminatorias. Hasta organizaciones como Human Rights Watch, Amnistía Internacional y B’Tselem —esta última, israelí— han denunciado con claridad que Israel implementa un régimen de apartheid contra la población palestina.

¿Dónde está el periodismo que debe preguntar sin miedo? ¿Dónde están las voces que antes se enorgullecían de defender los derechos humanos sin importar las banderas? ¿Por qué se ha vuelto tan difícil decir que lo que ocurre en Gaza es una masacre y que no puede justificarse ni con la seguridad ni con la memoria del pasado?

Hay que decirlo con claridad, el Estado de Israel ha cruzado los límites, no solo por lo ocurrido en octubre con Hamas, sino por las décadas anteriores, esto no es una defensa del terrorismo, es una defensa de la verdad, porque la historia juzgará también a quienes callaron, a quienes relativizaron la barbarie, a quienes repitieron frases prefabricadas para no incomodar a sus aliados políticos o a sus patrocinadores económicos.

Mientras tanto, en Gaza, los periodistas locales siguen informando incluso después de perder a sus familias, sin electricidad, sin comida, lo hacen con celulares medio cargados y conexiones de internet irregulares, porque saben que si ellos no lo cuentan, nadie lo hará. Esos periodistas no son “corresponsales de guerra”, son sobrevivientes documentando su propio exterminio.

En momentos como este, la neutralidad es una forma de complicidad, no podemos seguir hablando de equilibrios cuando el desequilibrio ha enterrado a miles de niños bajo los escombros, no se puede equiparar una piedra con una bomba de fósforo blanco, no se puede exigirle a un pueblo que “resista pacíficamente” mientras lo matan con tecnología militar de última generación, no hay excusa ética, moral ni jurídica para lo que está ocurriendo. Ser humano hoy implica tomar postura, aún si incomoda. Implica reconocer que la historia se está escribiendo con sangre y que las futuras generaciones nos preguntarán qué hicimos cuando la injusticia se volvió insoportable, implica defender los derechos humanos sin excepciones, sin privilegios, sin pasaportes que valgan más que otros.

El artista no puede ser indiferente, el periodista no puede maquillar el horror, el académico no puede esconderse en su torre de marfil, el ciudadano no puede esperar que la conciencia venga empaquetada en titulares oficiales, ser humano hoy es llorar por los niños de Gaza sin que eso nos impida llorar por los de Israel. Pero también es tener la valentía de decir que el genocidio no se combate con relaciones públicas.
El mundo está cambiando y los pueblos del sur global, desde América Latina hasta África, desde los barrios marginales de Europa hasta los refugiados del mundo, lo saben, porque han sentido en carne propia lo que es ser deshumanizados por los poderosos, lo que es ser llamados “amenaza” solo por existir.

Mientras el mundo se desangra y la dignidad humana se vuelve una mercancía más, seguimos viendo cómo se lavan culpas con gestos vacíos. Protestas que no trascienden más allá de una selfie, camisetas con frases de ocasión, publicaciones de Instagram llenas de hashtags pero vacías de compromiso. Creemos que por pararnos con un cartel en una plaza o usar una kufiyya en una foto ya hemos hecho algo. Pero la verdad es que eso no cambia nada si no se acompaña de acciones reales, de presión política, de movilización estructurada, de solidaridad efectiva.

Y aún peor: países como Colombia parecen vivir en una burbuja desconectada de las tragedias del mundo —y de las propias. En medio de una crisis humanitaria interna sin resolver, con millones en pobreza extrema, con niños muriendo de hambre en La Guajira, con líderes sociales asesinados cada semana, con una educación colapsada y un sistema de salud en ruinas, el Estado colombiano decide invertir más de 3.000 millones de pesos en conciertos de rock, como si estuviéramos en un país escandinavo sin problemas. ¿Para qué? ¿Para celebrar qué? ¿A quién beneficia que se gasten fortunas en espectáculos masivos mientras comunidades enteras no tienen agua potable? ¿Qué mensaje le damos al mundo cuando gastamos cifras obscenas en entretenimiento, mientras ignoramos a los desplazados internos, los territorios dominados por el narcopoder, y la falta de oportunidades que destruye el futuro de millones de jóvenes?

No se trata de estar en contra del arte o la música sino de prioridades. Se trata de ética, de responsabilidad histórica y también de una verdad incómoda: el Estado y sus operadores culturales están utilizando el entretenimiento como una forma de distracción y maquillaje social, financiando eventos que lavan imagen mientras el país se hunde en la desigualdad.

Dentro de este contexto, Colombia no puede seguir disfrazando la miseria con luces y tarimas, no puede seguir actuando como si todo estuviera bien mientras las cifras de violencia, abandono y corrupción crecen sin freno y menos se puede hablar de derechos humanos en el extranjero cuando ni siquiera garantiza los propios.

Fotos de BBC, Getty Images.
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